Por Estefanía Ros Cordón, criminóloga y consultora especializada en prevención de la violencia, compliance e igualdad de género. Es la fundadora de Ethikos & Compliance, desde donde asesora a entidades en la protección de menores y la gestión del riesgo en entornos educativos y empresariales
La violencia de género no solo deja huellas físicas, sino también cicatrices psicológicas que, en muchos casos, resultan más difíciles de identificar y tratar. A lo largo de los años, numerosos estudios han documentado el impacto devastador que la violencia, especialmente la ejercida por la pareja o expareja, tiene sobre la salud mental de las mujeres.
En el presente artículo exploraremos las consecuencias psicológicas de dicha violencia, destacando los hallazgos de investigaciones recientes realizadas en Perú y España. Uno de los estudios más significativos en este campo es el de José Luis Colque Casas (2020), quien evaluó a 108 mujeres víctimas de violencia de pareja en la provincia constitucional del Callao, Perú. Utilizando el instrumento SCL-90-R para medir los síntomas psicológicos, se encontró que las mujeres evaluadas presentaban un sufrimiento psicológico incluso superior al de pacientes psiquiátricos ambulatorios. En promedio, se detectaron 56 síntomas positivos, destacando la depresión, la ansiedad, la obsesión-compulsión y la somatización como las dimensiones más afectadas.
Otro artículo publicado en 2024, centrado en mujeres víctimas en España, también confirma que los trastornos psicológicos como el trastorno de estrés postraumático (TEPT), la ansiedad y la depresión son comunes entre las sobrevivientes de violencia de género. El estudio destaca la necesidad de enfoques terapéuticos integrales y sostenidos para abordar los efectos a largo plazo de este tipo de violencia, subrayando que las consecuencias no desaparecen con el cese del maltrato. Uno de los aspectos más alarmantes es comprobar cómo la violencia psicológica, a diferencia de la física, tiende a ser invisibilizada tanto por la víctima como por su entorno. Esta forma de maltrato se manifiesta mediante estrategias de control, dominación, humillación y aislamiento, y suele ejercerse de manera continua y sistemática. Según Colque, las mujeres víctimas de este tipo de violencia muestran altos niveles de culpabilidad, baja autoestima, tristeza persistente, llanto fácil, temor constante y pensamientos obsesivos que interfieren en su vida diaria. A nivel fisiológico, los síntomas somáticos como insomnio, pérdida de apetito o dolores físicos sin causa médica clara también son frecuentes. Estos trastornos somáticos reflejan el modo en que el cuerpo expresa el trauma psíquico no resuelto.
En el estudio del Callao, el promedio en la dimensión de somatización fue de 1,69, un valor significativamente superior al de las mujeres no víctimas y comparable al de mujeres en tratamiento psiquiátrico. Más allá del daño emocional y físico, la violencia de género también tiene un impacto significativo en la funcionalidad social y profesional de las mujeres: muchas de ellas experimentan dificultades para concentrarse, para mantener relaciones personales estables o para conservar el empleo. El aislamiento social, ya sea impuesto por el agresor o autoimpuesto como respuesta al trauma, perpetúa el ciclo de vulnerabilidad. Otro hallazgo relevante del estudio peruano es la prevalencia de pensamientos negativos automáticos, como el sentirse inútiles, sin valor o desesperanzadas respecto al futuro. A pesar de que los pensamientos suicidas no fueron los más frecuentes (media de 0,64 en el ítem correspondiente del SCL-90-R), su sola presencia indica la gravedad del deterioro emocional.
Herramientas de intervención
La evidencia apunta, además, a que no existe un perfil único de víctima, y mujeres de todas las edades, niveles educativos y estados civiles pueden verse afectadas. En la muestra analizada, la mayoría tenía entre 30 y 36 años, y el 66% contaba con estudios secundarios completos, desmitificando la idea de que la violencia de género ocurre únicamente en contextos de vulnerabilidad económica o baja escolaridad.
Frente a esta complejidad, la intervención no puede limitarse a lo jurídico. Es necesario implementar políticas públicas con enfoque psicosocial que garanticen atención psicológica especializada, gratuita y sostenida en el tiempo. También resulta urgente fortalecer los mecanismos de detección precoz en centros de salud, escuelas y espacios comunitarios, así como formar a profesionales en el abordaje de la violencia desde una perspectiva de género y trauma.
En conclusión, la violencia de género produce un daño psicológico profundo y persistente en las víctimas, que se manifiesta en múltiples dimensiones del bienestar emocional y físico. Ignorar este impacto o subestimarlo es perpetuar el sufrimiento. Por ello, el reconocimiento de las secuelas mentales debe ser un eje central en la lucha contra la violencia machista, desde la prevención hasta la reparación integral.
En la Tercera Edad la violencia de género es a menudo invisibilizada: https://perifericas.es/blogs/blog/violencia-de-genero-en-la-tercera-edad