Por Estefanía Ros Cordón, criminóloga y consultora especializada en prevención de la violencia, compliance e igualdad de género. Es la fundadora de Ethikos & Compliance, desde donde asesora a entidades en la protección de menores y la gestión del riesgo en entornos educativos y empresariales
La justicia, entendida como un ideal de equidad y objetividad, debería ser ciega a cualquier condición personal de quienes acuden a ella. Sin embargo, en la práctica, el sistema judicial no está exento de los sesgos y estereotipos que atraviesan nuestra sociedad, siendo uno de los más persistentes y perjudiciales el de género.
La justicia patriarcal no es, por tanto, una abstracción: es una realidad que condiciona el acceso, el trato y las decisiones judiciales que reciben mujeres y personas LGTBIQ+, especialmente en casos relacionados con violencia, abuso sexual o custodia de menores. Los estereotipos de género son creencias sociales profundamente arraigadas sobre cómo deben comportarse hombres y mujeres y, en el ámbito judicial, estos estereotipos pueden influir en la interpretación de pruebas, en la valoración del testimonio de las víctimas o en las propias sentencias.
La figura del “hombre racional, proveedor y protector” y la de la “mujer emocional, dependiente y maternal” siguen actuando como marcos de referencia, a menudo de forma inconsciente, en la mente de quienes imparten justicia. Uno de los ejemplos más evidentes se encuentra en los casos de violencia de género, pues a pesar de los avances legislativos, como la Ley Orgánica 1/2004, muchas mujeres que denuncian agresiones son cuestionadas por su comportamiento. Se espera de ellas que sean una “víctima perfecta”: que denuncien de inmediato, que lloren, que estén aterradas, que no contradigan ningún aspecto de su testimonio, que no regresen con su agresor ni muestren afecto hacia él. Cuando su relato no encaja con ese molde, su credibilidad se pone en duda. En contraste, los agresores pueden ser retratados como hombres "desbordados por celos" o "incapaces de controlar sus emociones", apelando a atenuantes basados en estereotipos masculinos que terminan justificando o minimizando su responsabilidad.
Un caso paradigmático de justicia patriarcal en España fue el de “La Manada” en 2016, donde cinco hombres fueron juzgados por la violación grupal a una joven en las fiestas de San Fermín. El tribunal inicialmente no consideró que existiera violencia o intimidación, ya que la víctima no opuso resistencia activa. En este sentido, la sentencia fue duramente criticada por colocar la carga de la prueba en la víctima, exigir una respuesta "ideal" de lucha o huida y no comprender el contexto de sumisión y miedo que puede experimentar una persona en una situación de agresión sexual. Fue necesaria una intensa movilización social para que el Tribunal Supremo revocara la sentencia inicial y calificara los hechos como violación, reconociendo que el consentimiento debe ser libre, claro y entusiasta, y que su ausencia no requiere necesariamente una resistencia física.
Este caso también evidenció cómo los estereotipos no solo operan en los juzgados, sino también en la cobertura mediática y la opinión pública: la vida sexual de la víctima, sus fotos en redes sociales o si sonrió después de la agresión fueron utilizados para cuestionar su relato. Esta cultura de la sospecha no solo revictimiza, sino que desincentiva a otras víctimas a denunciar.
Los estereotipos de género también afectan a los hombres, especialmente en casos de custodia o violencia intrafamiliar, al considerar a las madres como las principales cuidadoras, lo que puede llevar a decisiones judiciales que excluyen o desvalorizan el rol paterno. Sin embargo, esto no significa que la justicia patriarcal favorezca a las mujeres, sino que las encierra en roles tradicionales: si no son “buenas madres”, también son juzgadas severamente. Cuando una mujer prioriza su carrera profesional o no cumple con los estándares sociales de maternidad puede ser penalizada en procesos de custodia. La misma lógica opera con mujeres migrantes, trans o en situación de pobreza, cuya credibilidad y capacidad de ejercer derechos se ve doblemente cuestionada.
Algunas vías de mejora
El lenguaje jurídico en sí mismo puede ser también un reflejo del machismo estructural. Las sentencias están plagadas de expresiones que minimizan la gravedad de la violencia (“disputa conyugal”, “conflicto familiar”) o que infantilizan a las víctimas (“mujer histérica”, “conducta provocadora”). Aunque la formación en perspectiva de género para operadores jurídicos ha avanzado en los últimos años, todavía existen resistencias dentro del sistema, muchas veces en nombre de la “neutralidad” o la “objetividad”, como si aplicar la perspectiva de género implicara favorecer a una de las partes, cuando en realidad significa reconocer y corregir desigualdades históricas.
La justicia patriarcal no se soluciona solo con reformas legales, aunque estas son imprescindibles, sino que también requiere una transformación cultural dentro del sistema judicial: formación continua en igualdad, protocolos de actuación con enfoque interseccional, equipos multidisciplinares y mecanismos de control y evaluación del impacto de género en las resoluciones. Asimismo, es esencial escuchar a las víctimas, incorporar su experiencia en el diseño de políticas públicas y garantizar su derecho a una justicia reparadora, accesible y libre de sesgos. En definitiva, los estereotipos de género distorsionan la balanza de la justicia, puesto que no solo afectan a las decisiones judiciales, sino que perpetúan una cultura de impunidad, silenciamiento y discriminación. Una justicia que no protege por igual a todas las personas no es justicia: es poder arbitrario disfrazado de legalidad.
El caso de Ana Orantes fue clave para poner de manifiesto la desprotección jurídica de las víctimas de violencia de género en la España de los años noventa: https://perifericas.es/blogs/blog/ana-orantes-la-revolucion-del-poner-voz