Por Sandra Román Luque, formadora y diseñadora de contenidos con más de diez años de experiencia en el ámbito social, acompañando a personas y organizaciones en procesos de cambio con enfoque feminista e inclusivo
La cooperación internacional tradicional, por lo general, se ha centrado en la prestación de ayuda, los proyectos top-down y las soluciones estandarizadas, muchas veces ajenas a los contextos locales y marcadas por relaciones jerárquicas. Durante décadas, el modelo dominante ha priorizado indicadores cuantitativos y agendas definidas desde los países donantes, dejando en un segundo plano las prioridades, saberes y formas de organización de las comunidades receptoras.
Sin embargo, una mirada feminista a la cooperación transforma este paradigma: busca establecer conexiones horizontales, sostenibles y fundamentadas en la justicia global, que pongan en el centro a las comunidades y su saber. No se trata de “ayudar” desde una posición de privilegio, sino de construir procesos colectivos que fortalezcan el poder de decisión de quienes históricamente han sido silenciadas.
Este enfoque feminista invita a desnaturalizar las relaciones de poder entre “donantes” y “receptoras” y a reconocer el valor del cuidado, el saber comunitario y la sororidad. Por ejemplo, corrientes como el feminismo comunitario destacan cómo los saberes ancestrales y las prácticas colectivas de las mujeres originarias —particularmente en Abya Yala— ofrecen una forma política de cooperación basada en la memoria, el territorio y el cuerpo como territorio de resistencia. Este feminismo no solo rechaza la lógica tecnocrática y élite de la ayuda, sino que promueve una participación orgánica, situada y compartida.
A su vez, los feminismos indígenas proponen una cooperación basada en el buen vivir, en la defensa de los territorios y en economías comunitarias solidarias. Aquí, la cooperación no es un acto excepcional, sino una forma esencial de tejido social, que reconoce la interconexión entre los cuerpos, la comunidad y la naturaleza. Ejemplos como las redes de mujeres campesinas en Centroamérica, que comparten semillas nativas para garantizar la soberanía alimentaria, muestran cómo la cooperación feminista se traduce en estrategias de supervivencia y dignidad.
Este enfoque también cuestiona la institucionalización y cooptación de los movimientos a través de la cooperación internacional tradicional. Como señala Ochy Curiel, la incorporación de mujeres en instancias de poder no garantiza una transformación real si no se transforman las formas de participación: cuando los discursos radicales se adaptan al sistema, se diluyen los horizontes emancipadores. Esto obliga a preguntarnos: ¿Quién define las agendas? ¿Quién controla los recursos? ¿Y quién se beneficia realmente?
¿Cómo se traduce en la práctica la cooperación feminista?
Una verdadera cooperación feminista deberá tener presente los siguientes elementos:
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Alianzas horizontales con organizaciones locales lideradas por mujeres afros, indígenas o racializadas, donde la toma de decisiones sea compartida.
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Valoración del conocimiento situado, el cuidado comunitario y las soluciones generadas desde dentro del territorio, no impuestas desde fuera.
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Relaciones sostenibles que premien la infraestructura social y el fortalecimiento comunitario, no solo los resultados a corto plazo.
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Evaluaciones participativas que reconozcan el impacto en el tejido comunitario, emocional y cultural de las diferentes acciones.
En este sentido, los makerspaces feministas en Estados Unidos, aunque no son cooperación tradicional, funcionan como espacios de prueba de prácticas alternativas: sustentados en el cuidado, la solidaridad y la gobernanza compartida, muestran cómo sostener estructuras feministas ante la precariedad. En el Estado español, experiencias como las cooperativas integrales feministas que articulan empleo digno, economía solidaria y redes de cuidados son otra muestra de este enfoque en acción.
La cooperación feminista todavía enfrenta desafíos importantes, como resistir la tentación de reproducir jerarquías internas, garantizar la sostenibilidad financiera sin perder autonomía política y defender sus agendas frente a la presión de indicadores que priorizan lo medible frente a lo transformador. Sin embargo, también cuenta con oportunidades únicas: tejer redes transnacionales entre colectivos diversos, influir en las políticas públicas desde abajo y demostrar que otro modelo de cooperación es posible.
En definitiva, la cooperación feminista va más allá de asistir: busca transformar. Al romper con las jerarquías, centrar los saberes comunitarios y desafiar la institucionalización, inaugura formas de cooperación que son emancipadoras por sí mismas. Es un acto político radical, de reconstrucción desde los márgenes, que nos recuerda que la justicia global solo será posible si es feminista.
Si quieres aprender más sobre la perspectiva de género en la cooperación al desarrollo te invitamos a leer el siguiente artículo: https://perifericas.es/blogs/blog/la-perspectiva-de-genero-en-la-cooperacion-al-desarrollo