Por Ana Hernández Camacho, doctoranda en Estudios Interdisciplinares de Género. Sus investigaciones están centradas en la historia de mujeres pioneras, el periodismo y los feminismos. Es además periodista freelance especializada en movimientos migratorios con perspectiva de género
Hasta tiempos muy recientes, no era frecuente que una mujer se dedicará a escribir sobre asuntos que no fueran moda o consejos para las féminas; en realidad, no era frecuente que una mujer escribiera. Sin embargo, en la España de los años 30 del siglo XX fue necesario poco a poco que algunas empezaran a hacerlo para transformar el periodismo, un campo diseñado por y para los hombres. Carmen de Burgos, María Luz Morales Godoy, Joana Biarnés o Josefina Carabias son solo algunas de las pioneras que tuvieron que saltarse la norma, romper barreras, para poder ejercer de periodistas. Entonces, las mujeres que se dedicaban al periodismo eran vistas además de como una excepción, como una excentricidad. Tuvieron que, en primer lugar, salir del espacio privado que se les había asignado, para adentrarse en los espacios públicos de socialización. Salir de esos salones, salas de tertulia, cafés o academias y llegar a las redacciones fue todo un logro. Hacerse un hueco en los medios a base de trabajo e insistencia, de pasión por el periodismo, no fue algo fácil. Poco a poco las mujeres logran trabajar en secciones como política, economía o deportes y opinión. Con su trabajo hacen caer barreras y suponen un hito histórico en el periodismo. Sin embargo, muchas de esas mujeres han sido negadas constantemente en los libros y la sociedad. Aunque pueda parecer algo lejano, o para nada tangible, dado los tiempos que corren, hay que señalar que estos inicios no quedan tan atrás.
De la invisibilización a la reivindicación
Superadas las barreras principales, en España, en cuanto al periodismo hecho por mujeres, estas afrontan otros clichés a los que todavía hay que hacer frente. Muchas de las mujeres que nos dedicamos al periodismo hemos podido ver cómo al llegar a cubrir un hecho noticioso, un evento o cualquier acontecimiento se ha puesto en tela de juicio nuestra profesionalidad por el mero hecho de no ser varones. Se ha apelado a nosotras como la muchacha, la chica, la niña, pero no como periodista. Se ha contado con nosotras para salir a las calles, para llenar redacciones y salvar ediciones, pero no como jefas. Se llama techo de cristal, pero la realidad es que ese límite se sustenta sobre pilares que todavía se tambalean si hablamos de periodismo con perspectiva de género. Hay una justificación que todavía oímos que resulta tan sencilla como antigua: “una mujer que lee es peligrosa, pero una mujer que escribe es una bomba atómica”. Afirmaciones como esta ponen de manifiesto que la cuestión, más que de género, podría ser de poderío. ¿Quién podría sentirse amenazado por alguien que lee? ¿Quién podría sentir temor por alguien que escribe? Evidentemente alguien que tiene la sartén por el mango, o la estilográfica en la mano, y teme perderla. Alguien que está dispuesto a dejar entrar en la cocina o en el salón a las mujeres, pero que se niega a soltar la sartén y la estilográfica. Las mujeres que escriben, cuentan. Y las mujeres que cuentan, suman. Se añaden a la larga lista de pioneras, de cronistas, de luchadoras, reporteras y jefas. Suman y suben hasta que de tanto contar alcancemos el techo de cristal.
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