Por Carmen V. Valiña. Creadora y directora de Periféricas. Doctora en Historia Contemporánea. www.carmenvvalina.es
Durante siglos, la Historia del mundo se ha ido creando únicamente con nombres masculinos: políticos, diplomáticos o atistas han llenado libros de texto, crónicas y millones de horas de telediario. ¿Es que no había mujeres que hubiesen destacado de la misma manera? Sin duda, existieron, y desde bien temprano, pero nombres como los de la viajera Hegeria, la erudita Christine de Pizan o la filóloga María Moliner, por citar solamente tres ejemplos muy separados en el tiempo y en el espacio, siguen siendo apenas conocidos por el gran público, pese a sus innegables aportaciones para la posteridad. ¿Por qué esas ausencias? Sin duda son varios los factores que ayudan a explicarlas: por un lado, la escasa presencia pública de las mujeres, obligadas por una sociedad patriarcal a destinar sus esfuerzos al cuidado de los hijos y el hogar, hacía difícil que pudiesen destacar en campos visibles como la política, la economía o el arte. Por otro lado, innegablemente el hecho de que los historiadores fuesen varones en su casi totalidad también contribuyó a invisibilizar las aportaciones femeninas a la Historia.
De ahí la revolución que supuso el surgimiento de los estudios de género y, de forma específica, los estudios feministas, a partir de la segunda mitad del siglo XX en el ámbito anglosajón y con algunas décadas de retraso en el contexto español. Por primera vez, la historiografía tenía en cuenta a las mujeres como sujetos centrales del devenir de sus respectivas sociedades. Dejaban de ser madres, esposas y hermanas para convertirse en protagonistas y mostraban, con sus acciones y discursos, cómo el conocimiento histórico construido hasta ese momento las había marginado, cuando no literalmente eliminado. Con el paso del tiempo hemos ido conociendo, por ejemplo, las resistencias de árabes y africanas al dominio colonial de sus países, hemos aprendido cómo nuestras bisabuelas cigarreras dirigieron huelgas en favor de sus derechos laborales mucho antes de la aparición de los sindicatos organizados o supimos, sorprendidas, que en 1901, la gallega Elisa Sánchez Loriga se disfrazó de hombre para poder casarse con su amada, Marcela Gracia Ibeas. Descubrimos, en definitiva, que en esa Historia con mayúsculas que habíamos aprendido en los libros de texto de nuestra infancia quedaban muchos huecos que habría que ir rellenando.
Y en esas estamos las investigadoras y académicas feministas: intentando mostrar que el género, como concepto acuñado entre las feministas americanas y popularizado en España a través del trabajo de Joan W. Scott, es perfecto para mostrar que, frente al determinismo biológico del sexo, hay construcciones sociales que nos marcan desde nuestro nacimiento simplemente por el hecho de ser hombres o mujeres. Citando a Françoise Thébaud, estoy convencida de que “la relación entre sexos no es un hecho natural, sino una interacción social construida e incesantemente remodelada, consecuencia y al mismo tiempo motor de la dinámica social”, de tal modo que, también como ella, considero que el género es una categoría perfectamente válida para el análisis de la realidad. No en vano, su diferente identidad de género, atribuida a cada sexo por la sociedad, es uno de los elementos que hace que cada persona tenga una visión diferente de esa realidad. Parece pues, innegable, que emplear el género como categoría de análisis principal no es sólo perfectamente válido, sino también imprescindible si se quiere poner en el mapa a un colectivo invisibilizado durante siglos en una Historia que convirtió al masculino en universal.
En Periféricas estamos comprometidas con la visibilización de todas esas mujeres anónimas de las que durante siglos no se habló. Déjanos tu mail al final de esta web para informarte de todas las novedades que vamos sacando para recuperar sus voces.