Por La Subalterna y Sin-Sentido, estudiantes venezolanas de antropología creadoras del blog www.chocandoelcarro.wordpress.com. Interesadas por las luchas feministas, indigenistas y ambientalistas, forman parte del grupo organizador del XXV Foro Latinoamericano de Antropología y Arqueología (FELAA). Puedes contactar con ellas en chocacarros2@gmail.com
El amor es un fenómeno social, y como cualquiera, está cultural e históricamente constituido. Aunque se pueden clasificar diversos tipos de “amor”, el amor romántico se refiere al amor en las relaciones de pareja, heterosexuales por supuesto, marcado por la pasión eterna y la idealización del otro. Este concepto, como lo conocemos, es una construcción occidental, por lo que no necesariamente las relaciones se viven de la misma manera en otras culturas y en otras épocas de la historia. El amor romántico se considera popularmente como un sentimiento profundo, marcado por el drama y por la facultad de “dar”. Este se expresa como meta para la felicidad humana, lo que se traduce en una configuración funcional de individuos para una sociedad que dicta cómo sentir: personas que aman de acuerdo a los cánones que el mito del amor romántico ha formalizado. Aunque bastante potente, también es un fenómeno relativamente reciente; un modelo predeterminado e impuesto a través de la gran maquinaria ideológica que supone la industria cultural de Occidente.
Asimismo -vale decir- las reflexiones críticas sobre este fenómeno, por parte de investigadores y expertos, han sido casi nulas, puesto que se considera un tema banal y de poca importancia “científica”. Este hecho solo refuerza la naturalización de dicho “sentimiento”, permitiendo que se vea como si siempre hubiese sido así. La idealización de los sentimientos conduce a la construcción de un modelo de comportamiento afectivo que, cuando falla (y suele hacerlo muy a menudo) produce en los amantes frustración y disgusto, ya que suele estar acompañado de tragedia, de auges y caídas emocionales. Asimismo, en el ideal romántico femenino subyace una estructura patriarcal que sigue reproduciendo la asimetría sexual de los roles afectivos, en la cual la entrega absoluta, la exclusividad y el sacrificio son fundamentalmente para las mujeres. La cultura del amor en su devenir histórico nunca ha dejado de reproducir el modelo de disimilitud de los sexos. Tradicionalmente a la mujer se le ha sido asignado el rol pasivo, mientras que al hombre el activo. La figura femenina ha estado definida por la sensibilidad y la pasión: se tiene a la mujer en Occidente por un ser intuitivo e irracional, predispuesta a las pasiones del corazón. Así pues, históricamente lo femenino ha sido relegado a la esfera privada. Al igual que el amor romántico, en este sentido, la mujer está destinada a complacer los deseos de felicidad de un hombre; espera pacientemente hasta que su “amor eterno” aparezca. Se vuelve un ser dependiente. Dependiente de la idea de estar con “alguien”– con quien sea– puesto que estar solas es inconcebible; nos han criado con esta idea, nuestros atributos de “debilidad” nos hacen incapaces de desarrollarnos por nuestros propios medios, y por eso, necesitamos a otro que nos apoye y nos complete. Los celos, el odio o buscar provocar negativamente a la pareja para intentar reanimar la relación forman parte del mito del amor romántico y son comportamientos socialmente válidos, pues se supone que se está luchando por la persona amada. Tanto así, que puesto que este proceso se presupone como “normal”, se piensa que en las relaciones entre parejas siempre subyacen este tipo de dinámicas; buscar alternativas en las formas de relacionarse se encuentra aberrante, y más, cuando es la mujer la que decide rechazar este tipo de estereotipos; no hace falta más que pensar en ese “¡si sigues así te quedaras sola toda la vida!”. Por esto, es necesario deconstruir y desmitificar el amor romántico, para así generar relaciones más sanas emocionalmente hablando.
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